domingo, 18 de julio de 2010

La Primera Visión

En su juventud, José Smith preparó la tierra, removió piedras y llevó a cabo una multitud de labores con las que ayudaba a su familia. Su madre, Lucy, informó que el joven José se inclinaba a la meditación y que a menudo pensaba en el bienestar de su alma inmortal. En especial le preocupaba cuál de todas las iglesias que hacían proselitismo en la región de Palmyra estaba en lo correcto, tal como lo expresó con sus propias palabras: “Durante estos días de tanta agitación, invadieron mi mente una seria reflexión y gran inquietud; pero no obstante la intensidad de mis sentimientos, que a menudo eran punzantes, me conservé apartado de todos estos grupos, aunque concurría a sus respectivas reuniones cada vez que la ocasión me lo permitía. Con el transcurso del tiempo llegué a inclinarme un tanto a la secta metodista, y sentí cierto deseo de unirme a ella, pero eran tan grandes la confusión y la contención entre las diferentes denominaciones, que era imposible que una persona tan joven como yo, y sin ninguna experiencia en cuanto a los hombres y las cosas, llegase a una determinación precisa sobre quién tenía razón y quién no… “Agobiado bajo el peso de las graves dificultades que provocaban las contiendas de estos grupos religiosos, un día estaba leyendo la Epístola de Santiago, primer capítulo y quinto versículo, que dice: Y si alguno de vosotros tiene falta de sabiduría, pídala a Dios, el cual da a todos abundantemente y sin reproche, y le será dada.

“Ningún pasaje de las Escrituras jamás penetró el corazón de un hombre con más fuerza que éste en esta ocasión, el mío. Pareció introducirse con inmenso poder en cada fibra de mi corazón. Lo medité repetidas veces, sabiendo que si alguien necesitaba sabiduría de Dios, esa persona era yo; porque no sabía qué hacer, y a menos que obtuviera mayor conocimiento del que hasta entonces tenía, jamás llegaría a saber; porque los maestros religiosos de las diferentes sectas entendían los mismos pasajes de las Escrituras de un modo tan distinto, que destruían toda esperanza de resolver el problema recurriendo a la Biblia. “Finalmente llegué a la conclusión de que tendría que permanecer en tinieblas y confusión, o de lo contrario, hacer lo que Santiago aconsejaba, esto es, recurrir a Dios” (José Smith—Historia 1:8, 11–13).

En una hermosa mañana primaveral de 1820, estando a solas en una arboleda cercana a su hogar, José Smith se arrodilló y comenzó a expresarle a Dios los deseos de su corazón, pidiéndole guía. Después describió lo que sucedió en seguida:

“…súbitamente se apoderó de mí una fuerza que me dominó por completo, y surtió tan asombrosa influencia en mí, que se me trabó la lengua, de modo que no pude hablar. Una densa obscuridad se formó alrededor de mí, y por un momento me pareció que estaba destinado a una destrucción repentina” (JS—H 1:15).

El adversario de toda rectitud sabía que José tenía una gran obra por realizar e intentó destruirlo, pero José, valiéndose de toda su fuerza, invocó a Dios e inmediatamente fue liberado:

“…precisamente en este momento de tan grande alarma vi una columna de luz, más brillante que el sol, directamente arriba de mi cabeza; y esta luz gradualmente descendió hasta descansar sobre mí.

“No bien se apareció, me sentí libre del enemigo que me había sujetado. Al reposar sobre mí la luz, vi en el aire arriba de mí a dos personajes, cuyo fulgor y gloria no admiten descripción. Uno de ellos me habló, llamándome por mi nombre, y dijo, señalando al otro: Éste es mi Hijo Amado: ¡Escúchalo!” (JS—H 1:16–17).

Tan pronto como se hubo recobrado, José le preguntó al Señor cuál de todas las religiones era la verdadera y a cuál debía unirse.

El Señor le respondió que no debía unirse a “ninguna, porque todas estaban en error” y que “todos sus credos eran una abominación a su vista”. Dijo que tenían “apariencia de piedad”, pero que negaban “la eficacia de ella” (JS—H 1:19). También le dijo a José Smith muchas cosas más.

Después que la visión terminó, José se dio cuenta de que estaba de espaldas mirando hacia el cielo. Gradualmente recuperó sus fuerzas y regresó a su casa.

Cuando salió el sol aquella mañana de 1820, José Smith nunca se habría imaginado que para cuando empezara a atardecer, un Profeta caminaría una vez más sobre la tierra. Dios lo había escogido a él, un joven desconocido que vivía en la región occidental de Nueva York, para llevar a cabo la obra maravillosa y el prodigio de restaurar el Evangelio y la Iglesia de Jesucristo sobre la tierra. Él había visto a dos Personajes divinos y ahora, en forma singular, podía testificar de la verdadera naturaleza de Dios el Padre y Su Hijo Jesucristo. Esa mañana fue en verdad la aurora de un día más resplandeciente: la luz había inundado una arboleda, y Dios el Padre y Jesucristo habían llamado a un joven de catorce años de edad para ser Su Profeta.

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